Las 24 horas de la vida de un sanferminero (II)
LA LLEGADA ES LA CLAVE (7 de julio, Capítulo 2)Clic aquí para leerlo en el Diario de Noticias de Navarra
Me desplazo en una furgoneta pertrechada de un somier y colchón, sábanas, y demás brícelas. He dejado atrás todos los problemas de mi vida profesional y personal casi sin resolver, lo que da más merito a la hazaña que estoy a punto de iniciar. Apago el móvil habiendo grabado, entre el yunque y el martillo, en el buzón de voz: “Me encuentro en la feria de agricultura de New Delhi, vuelvo la semana que viene, dejen su mensaje después de oír la señal, y disculpen las molestias.” Hacer las cosas bien no cuesta tanto. “Hay que tener caos en uno mismo para alumbrar una estrella que baila.” Esta reflexión de Nietzsche termina relajándome del todo.
Para mi familia, es un alivio verme marchar puntual y feliz. Nunca se les olvidará aquel año en que me fracturé el tobillo en el monte y no estaba en condiciones de ir a Pamplona, y de cómo en pocos días la tensión reinante iba disolviendo violentamente a la familia.
Algunos amigos llevan años intentando reventar mi genuino plan, argumentando no sé qué cosas que haríamos mejor todos juntos: viendo el concurso de jotas, participando en concursos de bolos, de pelota, partidas de mus y cosas por el estilo. Yo de las únicas partys que entiendo son de las de final de curso; de esas fiestas de carácter extraacadémico entre alumnos, en las cuales intentas rematar la faena con las chicas que la carga de estudio ha pospuesto para estas ocasiones. Con verdad se dice que y sin pecar de senil formalismo, la buena presencia y el comportamiento de gentlemens son de rigor, por lo menos, en apariencia. Los menos afortunados siempre encuentran consuelo en la abundante bebida que nunca falta en estos muy british encuentros. La carencia de saber estar es manifiesta en algunos, así como la obligación de discrecionalidad y compostura. Pero esto es otra historia.
En resumen mis amigos están obsesionados con eso que llaman ‘ir en cuadrilla’ y aburrirse como ante un análisis económico de Cristóbal Montoso. Pero ¡qué ingenuos son! Si supieran que por nada del mundo cambiaría este planazo, en donde lo esencial es encontrarse sólo con uno mismo, sin intermediarios de ninguna índole. Pues bien, lo que el lector entiende rápidamente, al parecer, es difícil para mis amigos; hasta tal punto, que un año salieron a mi encuentro, sin avisarme, para darme una “sorpresa”. Era la mañana de mi cuarto día; les vi pero ellos a mí, no. Algo contrariado recurrí a mi estratagema favorita, recogí mis cosas y prolongué mi escapada, lejos de sobresaltos, hasta la Tudela, de los ilustrados fundadores de la Sociedad tudelana de los deseos del bien público, y usan parecido uniforme, lo que no deja de ser muy práctico. Mi entorno de amistades no soporta la originalidad, la exquisitez Y al final, uno se pasa toda su vida intentando que le dejen gozar en paz, y la historia de la Humanidad es la historia de la producción de una potente fuerza para resistir a los enemigos mortales del goce, del incólume Placer compartido.
Cuando al fin mi furgoneta entra en la ciudad, a uno le viene a la memoria el travelín del Desembarco en Normandía, desde una de esas barcazas de hierro oxidado azotada por la borrasca fúnebre a las cuatro del alba, con la voz de Ike Eisenhower rugiendo por los altavoces como Korta, a unos metros de la ciaboga. Nicholas Ray, de haber conocido la idiosincrasia de estas fiestas y los atuendos de los pamplonicas, podía haber rodado una de las más espectaculares escenas de la película Cincuenta y cinco días en Pekín. La escena del asalto de los boxers atacando la Ciudadela donde se atrincheran las delegaciones extranjeras occidentales, se recrea todos los años durante el chupinazo, el mismo día y la misma hora. La Iruña vaskorra, nutrida de la mimética del santo, sigue ignorando las plusvalías cinematográficas de tan primitivo comportamiento.
Ligero de equipaje y con la intención de no dejarme la piel en el intento, me dispongo una vez más a hacer caso omiso del aficionismo, que no es otra cosa que la obsesión con la que algunos se empeñan en hacer las cosas rematadamente mal, apoyándose en supuestas veleidades inconformistas, que tienen sus raíces en la rebelión a bordo de La Bounty. A todos nos gustaría ser algún día tan monos como el capitán Christian Flecher, pero nunca deberíamos olvidarnos de que, y a los únicos datos ciertos que conocemos me remito, jamás volvió a comandar un buque de la Royal Navy de su Majestad. Que conste en acta.
Bienvenido sea tu comentario que seguro que interesara hasta a los que no la comparten. Gracias