Las 24 horas de la vida de un sanferminero (III)
TRAS EL TXUPINAZO NADA DUELE (8 de julio, Capítulo 3)Clic aquí para leerlo en el Diario de Noticias de Navarra
Antes de seguir este relato, y sin querer irritar a nadie, aprovecho para aclarar que Heminway empezó a venir a Pamplona cuando Castro dio por clausurado el burdel más grande del mundo, en que se había convertido la Cuba del régimen dictatorial de Batista. De la Cuba revolucionaria, pronto supimos que sólo se trataba de un cambio de título por el de la prisión más grande del Caribe, y lo que le ocurrió a Ernest es que sus compatriotas le hicieron saber que ya no pegaba con el nuevo paisaje habanero y se mudó a Iruña donde al canje, si nos atenemos a su brega cotidiana en las angustias sanfermineras, no perdió todo.
Con todos los preparativos de la víspera, y lo más lejos que puedo de los valores calderonianos, tras avistar el lugar de aparcamiento, compruebo, antes de aparcar la furgoneta, que el sitio no es de pago, no muy lejos de la Parte Vieja, frente a un bar abierto en fiestas con aseos limpios, y que la calle sea plana como la altiplanicie castellana, para no sufrir un colapso sanguíneo mientras duermo. Una vez instalado, con la cama hecha, muda y ropa de mozo sanferminero, limpia y planchada como para un desfile, salgo del vehículo con la sensación de haber adquirido la ciudad a plazos en una subasta judicial; que Pamplona y sus súbditos me pertenecen, y que, en virtud de mis regalias, he permitido que este tropel de gentualla y plebe turbulenta disfruten conmigo de la fiesta en mi páramo particular. La única condición impuesta es que, tras la misma, desaparezcan hasta el año que viene. Huelga decir que para pasárselo bien en San Fermín, ahora que vivimos en línea hasta las cachas, soñar es fundamental, decisivo.
Vivimos en un mundo interconectado hasta tal punto que se ha puesto en irresistible moda lo de on line, y varias operadoras del continente ofrecían a sus clientes de Norte-América disfrutar de un San Fermín corriendo los encierros colgados del ano de uno de los cabestros. En fin, cosas virtuales, pero de muy mal gusto. Estamos en crisis, y los periódicos en el verano no saben qué llevarse a la boca. Un atraco en Alicante se transforma en un tsunami que paraliza a la ciudad; los delincuentes consiguen sustraer 1.300 euros en pequeños billetes, y tuvieron en vilo a la policía local un día entero. Me pregunto si no es cierto aquello que decía Brecht, que no era fácil distinguir quiénes eran más criminales: los que los asaltan o los que los fundan. A los bancos me estoy refiriendo. Ahora que pintan bastos, nuestros maestros del pensamiento se nos hacen más accesibles, pese a que viniendo hacia aquí un policía municipal me ha echado una de esas miradas inquisitorias de aquí te espero: durante unos segundos me ha hecho sentirme como un kosovar que acababa de arrancar 500 metros de cableado de cobre de una farola del barrio. Yo he seguido de largo pero no ha sido nada agradable. La condición de sospechoso de novela no me pega nada.
Consciente de que los héroes románticos tienen el espacio cada vez más acotado en el mundo actual, me propongo desplegar todo mi saber hacer, y me dispongo a funcionar como previsto, con pico y pala. Mi primer pensamiento se lo dedico a aquel inderruible y fanático cuáquero que ignoraba los beneficios que podía extraer de la existencia de este lugar tan educativo donde mandar de colonias a su hijo unos días al año. Una interpretación excesivamente dogmática de la Biblia le llevó a pensar que la manera más eficiente de enderezar a un chaval que le estaba saliendo torcido era moliéndolo a palos.
Es como lo de ese famoso western con el que crecí. No hay título más ambiguo que el de “Murieron con las botas puestas”; uno ya no sabe si es porque no tuvieron tiempo de vestirse al ser sorprendidos durmiendo, o que su muerte fue aún más atroz si cabe al llevar los pies cubiertos por el pesado calzado del ejército. De todos modos, el título no ayuda al acercamiento entre los pueblos, si no que se lo pregunten a los pienoirs.
Lo importante de todos modos es no dejarse comer el coco por esa mosquetería de aficionados incapaces de forjar un relato sostenible de sus pretensiones seudo hedonistas, ni nada que lo justifique. El sanferminero sibarita posmoderno no es un aficionado. Más, condenamos a esos amateurs que, por llamarlo de alguna manera, nos visitan, y que no son otra cosa que los infames carroñeros de la fiesta dialéctica, depredadores del gesto que salva, y de los modales inmemorables.
Bienvenido sea tu comentario que seguro que interesara hasta a los que no la comparten. Gracias