Las 24 horas de la vida de un sanferminero (VIII)
8:00 EL ENCIERRO (13 de julio, Capítulo 8)Clic aquí para leerlo en el Diario de Noticias de Navarra
El encierro es mi próxima vindicación, y me siento el mayoral de las reses, algo aturdido y contrariado por bullicio que genera la bullanguerilla matutina ante el evento más vernáculo y foráneo a la vez. La dehesa está ya lejos, y esto es lo que hay. Antes de ir al lugar escogido desde años para presenciar el encierro de tapadillo, como ven voy distrayendo la mente con ideas transgresivas inspiradas del lacanismo radical, para ir rebajando la angustia de la que el aire se va cargando según van trotando los segundos que me acercan a la cuesta de San Cristóbal a asistir a una ceremonia de agridulce sabor helenizante. En un periquete me planto donde la idiosincrasia reina al extremo ante la estatua del santo acurrucada en la pared.
Ante mí, contemplo al más alto número de personas situadas en posición de influencia intelectual, como en los remotos templos babilónicos, manteniendo una relación tan fetichista de recóndito significado post diluviano con un santo de la fe cristiana, suplicando la pócima para su salvación. Implorando su protección, el mocerío refunfuñante garabatea y amenaza al santo con un rodillo fabricado con papel de periódico, como si de una carta colectiva al director se tratara.
Dice una tradición que los mozos empezaron a finales del siglo XIX corriendo detrás de los toros, ahora se corre delante. Cómo son las cosas. Primero lo hacían por detrás, hasta ir poco a poco cambiando la costumbre, y terminando haciéndolo, como ahora, por delante. No estamos hablando del Último tango en París, sino de la más secular y mediática práctica sanferminera. Si nos fijamos bien, en muchas cosas de la vida también se da esta evolución de los hábitos. Más de lo que creemos. Por ejemplo, los políticos al principio andan tras de uno para sacarle el voto y luego se largan y no hay quien los alcance, ni manera para que den la cara. Pero eso es otra historia.
El agrio olor a picota rancia lo invade todo, a pesar de que jamás un barrio entero se limpia tan a conciencia, como lo hacen los servicios municipales, encargados que los toros se sientan de paseo como en la sala de estar de nuestra querida Barcina. Aspiradores industriales- metáfora autoritaria sin igual- vienen a recordarnos que, por cada guarro suelto, el ayuntamiento está dispuesto a aspirar hasta la huella de su putrefacto aliento matinal siguiendo la pista del recorrido de su última farra. La vieja casta histórica y pulcra, luchando contra el pueblo nuevo y sus trapacerías; pero aquí ya no va a salir victorioso más que el pueblo que bulle de lo lindo. Me imagino en la postrimería en medio de la manada, gritando la desesperación del justo en la antesala de la muerte, perseguido hasta por los mismísimos acreedores que yo creía por estas fechas fuera de la ciudad. Incluso cuando las astas de un morlaco te pinchan la costura de tu anegada bragueta, no es fácil desconectar.
Para estos alienígenas nocherniegos, correr el encierro, significa -envueltos en el desparrame de un maremoto- para poderlo contar a la vuelta, en la tasca del pueblo, y quitarse de encima esa obsesión macabra por la fama que todo corredor alberga durante un año entero en el que se ha ido tejiendo la relación simbólica entre él y la bestia, para internarse juntos en una aventura física que les tocará el alma. Todo va a discurrir en escasos minutos por ese zacatín pamplonés, entre gente que no fue siempre montaraz y huraña, pero que, envueltos en una gran huida hacia delante, cada cual tendrá que esforzarse por encajar de un modo irreversible una nueva cultura sin perder la propia, enfrentándose a un entorno abarrotado de gente, que se mira -pese a la familiaridad que lo cubre todo- con la desconfianza del beocio.
Imagínense lo que dimana de ese iniciativo torbellino cuando un mozo arredrado, en un acto único -el de un hombre decidido- se prepara remangándose las mangas de su camisa como si fueran manecillas de azabache para desafiar a esos astados, corre, ante una manada de toros extraídos de sus tremedales, desbarrando por un ignoto adoquinado, para medir el arrimo que es capaz de despertar, como si de un solsticio sangriento se tratara, en los corazones del público que abarrota por su recorrido. Una dársena rescatada en birlibirloque por los organizadores de la fiesta a la primitiva y nesciente Humanidad. En suma, un griterío que se obceca en seguir aquí unos días más, como el buhonero del ocultismo, de nuevo en lo firme.
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