Políticos sin papeles

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Durante un reciente debate sobre presupuestos en las Cortes Generales, a todos los efectos estéril, me vino a la memoria ese frenético periodo de la historia de Francia del cual es imposible distinguir la política de la pasión, y que los historiadores llaman Les Cents Jours (los Cien Días), en la primavera del año 1815, en que Bonaparte el usurpador, seudónimo con el que le bautizaron sus enemigos, tras burlar su confinamiento en la isla de Elba, alcanza París atravesando una Francia en bancarrota conmovida y exaltada que duda si alegrarse por su retorno al poder o temer la vuelta de la era de las calamidades.
La derrota en Waterloo, tres meses después, pondría las cosas en su sitio y a ese pequeño y testarudo general corso, en ruta hacia la isla de Santa Helena, donde fallecería como un vulgar proscrito tras fracasar en su intento de recuperar la confianza de sus compatriotas y hacerles olvidar los rigores de las turbulencias, motines, guerras, vividos desde 1789, año en el que los franceses soñaron en que tras guillotinar al rey capeto, creyeron ver el cielo abierto y que sus vidas irían cambiando a mejor.